Violencia
Vilma Ibarra [email protected] | Miércoles 25 noviembre, 2009


Hablando Claro
Violencia
Cuando la conocí no podía creer que tenía 24 años. Cargaba en el rostro cicatrices que la hacían mucho mayor.
A fuerza de vejámenes y maltratos dibujados en una mueca de sonrisa detrás de la cual intentaba esconder el dolor de la única forma de amor que había conocido, ella sobrevivía a lo que entendía era un hogar, “su hogar”.
Se esmero por cuatro largos años todo lo que pudo con los oficios domésticos, con las comidas y todas las atenciones que él le había dejado claramente establecido que tenía muy bien merecidas. Después de todo, ¿qué sería de ella sin él? No tenía oficio ni beneficio, no tenía un buen techo y buenos alimentos como solo él podía proporcionarle, no tenía buenas relaciones o ciertas amistades. No tenía. No tenía…
Cuando se decidió a contarme como mal vivía, yo ya sabía que lo único de lo que ella carecía totalmente era de amor propio, dignidad y autoestima. Había perdido por completo el valor sobre sí misma y no se aquilataba siquiera como la madre de la hermosa niñita de dos años con la que vivía prácticamente recluida en aquella jaula, que aun cuando inicialmente le parecía de oro había ido perdiendo el brillo hasta convertirse en una amasijo de herrumbre, como esas baratijas que una compra por el puro gusto de colgarse alhajas que no son.
Hace menos de dos meses, después de la última andanada de insultos y la última golpiza nocturna, empacó sus pocas pertenencias, tomó a su niña y armada de una gigantesca maleta de valor que nunca creyó llegar a poseer, abandonó el encierro. Y se salvó.
Me llamó por teléfono hace unos días. Al escucharla sentí temor de solo pensar que estuviera considerando recuperar aquel “hogar”. Pero me dijo que no. Que sabía que se había librado y que gracias al apoyo de sus padres y familiares estaba intentando recuperar su vida. Le di gracias al cielo. Aunque ahora que ella está a salvo, no puedo evitar pensar que quien ya la sustituye en aquel “hogar” en algún momento correrá la misma suerte…
La violencia doméstica, que es la forma más común y terrible de violencia en contra de las mujeres, precisamente porque se sufre en las paredes del hogar casi siempre a manos de esos seres amados por ellas, sigue cobrándose vidas y —tan terrible como el precio de esas vidas— sigue haciendo que cientos de miles de mujeres, así como sus hijos e hijas, vivan verdaderos confinamientos, terribles penas de dolor y opresión de injustas condenas de existencias miserables.
Acaso por eso hoy que celebramos el Día Internacional de la No Violencia Contra las Mujeres no puedo evitar pensar en mujeres como Inés Ortiz y Ana Rosa Martínez —madre e hija— que fueron asesinadas brutalmente a manos del compañero de la joven hace apenas unos días en la Vieja de San Carlos. Ambas se llevaron consigo a sus bebés en gestación. Una expresión superlativa del rostro descarnado de esta batalla que debemos seguir librando precisamente para liberar a las mujeres que viven presas del terror y el dolor al borde del precipicio de muertes inmerecidas.
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