Nada hemos cambiado
Claudia Barrionuevo [email protected] | Martes 25 marzo, 2008

Claudia Barrionuevo
Más cercanos a los 50 que a los 40, a mis ex compañeros de colegio les ha dado por reencontrarse cada vez más seguido. Poco afecta a la nostalgia, no he asistido a casi ninguna de las reuniones que han tenido.
Sin embargo hace un par de semanas la llegada de Eric —un ex compañero francés a quien no veíamos desde hace más de 30 años— provocó un par de nuevas reuniones y esta vez no solo asistí sino que promocioné una de ellas.
Descubrí así cuál era el encanto de esos reencuentros.
Teníamos le edad de mi hija Manuela la última vez que habíamos estado con Eric. Teníamos 15 años como reza el estribillo de “Paraules d'amor” de Joan Manuel Serrat.
Viendo a mi hija, observando a mis ex compañeros y analizándome a mí misma comprendí que nunca fuimos tan nosotros mismos como en ese momento, en la adolescencia. La mayoría de nosotros éramos absolutamente libres de los golpes que la vida te empieza a dar apenas comenzás a caminar por la adultez. En el mejor de los casos esos golpes disminuyen tu arrogancia. En el peor alteran tu personalidad. En la mayoría de ellos te dan sabiduría y comprensión sin modificarte.
Las personalidades de cada uno de nosotros —que se dibujaban con trazo grueso y se construían con bases firmes— se consolidaron. Seguimos siendo el simpático, la formal, el reflexivo, la atormentada, el serio, la atrevida, el sensible, la ingenua, el loquillo, la conservadora, solo que con 30 años más y —por lo tanto— bastante camino recorrido.
Al contrario de la canción de Presuntos implicados “¡Cómo hemos cambiado!”, ninguno de nosotros había cambiado mucho. Claro que las arrugas, las canas y el aumento de peso provocaron una modificación física en todos. Pero las miradas y las sonrisas estaban intactas y tenían la edad de aquel entonces, apenas 15 años.
Como si por ellos —los ojos y los labios— no hubiese pasado el tiempo. Como si después de matrimonios, divorcios, estudios, hijos, ilusiones y desilusiones, pudiéramos conservar nuestra verdadera esencia.
Aunque nos conocíamos bien —porque a esa edad todos somos transparentes— poco y nada podíamos pronosticar de nuestros futuros. Hoy, al vernos después de tantos años, muchas de nuestras realidades actuales podían resultar previsibles en aquel momento. Otras no. En todo caso, no teníamos la sabiduría que dan los años para hacer predicciones.
Lo más importante que aprendí al reencontrarme con mis ex compañeros de colegio es que en los ojos de aquellos que te conocieron cuando eras tan joven tu verdadero yo está intacto. Y si luego de vernos en las miradas de los otros descubrimos que seguimos siendo los mismos y que no hemos traicionado a esa o ese pequeño adolescente soñador, beligerante, auténtico, podemos irnos en paz
No estoy hablando de nada que no les haya pasado a todos ustedes: la experiencia mágica —o a veces triste— de encontrarse con alguno de los muchos pasados que vamos acumulando en el transcurso de nuestra vida.
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